Como escribí en el artículo que está justamente antes que este, hay cosas que cambian en uno con la paternidad. Entre ellas, una mayor consciencia de lo que los padres hicieron por uno, acompañada de una mayor gratitud y un mayor reconocimiento de ello.
¿Qué es lo que impide que nos acerquemos a nuestros padres para abrazarlos, decirles que los queremos y agradecerles? la respuesta seguramente varía de persona a persona, pero en base a mi propia experiencia y a la de mucha gente que conocí a lo largo de mi vida, puedo decir que la mayoría de veces es miedo. No me refiero al miedo que nace de la probabilidad que a uno le pase algo, sino al miedo a que se caiga la imagen de pared inamovible e impenetrable que nos hemos formado a lo largo de los años. Uno se presenta ante el resto como alguien a quien nada le importa, que todo lo puede, que no es emocionalmente vulnerable y que es autosuficiente.
Y todo eso es justamente lo contrario de lo que se necesita para abrazar y darle las gracias a tus viejos.
Pocas veces tomamos consciencia que esa imagen de roca sólida que presentamos es justamente fruto de nuestra propia debilidad, de nuestra timidez y del miedo a ser rechazados. Parte de nuestra autodefensa es, entonces, disimular esas debilidades con la máscara del payaso que de todo se ríe, o del que no tiene tiempo, o del que habla mal de los demás, o del muro que describía antes.
Lo más curioso es que si dejamos caer la máscara y nos acercamos a quienes más queremos tal como somos, débiles y vulnerables, la respuesta no será de rechazo ni de decepción, sino unos brazos abiertos capaces de abarcar el mundo para protegerte.
Y el primer paso para quitarse esa careta es el perdón. Perdona a tus padres por sus fallas, pero sobre todo perdónate a ti mismo. Eres falible, también perfectible, querible. Eres digno de amor (¡y yo también!). Igual las personas que te quieren. El perdón tiende puentes, baja las armas y acerca a las personas. Nos quejamos de que otros no quieren dar el primer paso, pero nosotros no somos capaces de darlo, y se forma un círculo vicioso que lo único que trae son más caretas, más infelicidad y más intransigencia.
Tienes un teléfono cerca. Al menos un celular. Llama a esas personas o envíales siquiera un mensaje de texto. Diles que las quieres, que no sea demasiado tarde.