Si no tienes mamá, puedes tener un Porsche

Trabajar en un distribuidor de automóviles permite ver cosas muy curiosas. He visto a gerentes de grandes empresas no atreverse a comprar un auto porque el modelo no le va a gustar a su esposa. O no realizar la compra hasta que ella elija el color. He visto incluso a uno que compró dos autos iguales, exactamente iguales, para Navidad: uno era para la esposa, el otro para la amante. Así, si le decían a una que habían visto a su esposo en un auto de ese color y de esa marca, ella decía "ah, era yo". Uno no sabe si sorprenderse por la audacia o por el derroche.

Y este trabajo también me ha permitido corroborar que el cariño se compra, o por lo menos, se intenta comprar. Hace un par de semanas entró un Porsche al local; cosa extraña, porque si bien la empresa se dedica a una marca de lujo, no es precisamente esa. Quien conducía era un chico de unos dieciocho años y ese vehículo era, ni más ni menos, su primer auto. Me quedé sin palabras cuando me enteré. Se lo había comprado su madre, la ex propietaria de una conocida cadena de heladerías en Lima.

En un primer momento, y lo escribo con la cabeza gacha, la envidia levantó la cabeza como si hubiera estado metida en una trinchera y asomándose para ver cómo estaban las cosas. Pensé que había gente con la vida regalada. Pero gracias a Dios la idea no pasó de un par de segundos. Me acordé de la Primera Ley del Regalo Culpable, que dice que el precio del regalo es directamente proporcional al tamaño de la culpa del oferente. ¿Qué tendría que compensar esa madre para darle a su hijo algo así? ¿ausencia? ¿algún trauma severo? ¿alguna carencia pasada? imposible saberlo, pero tampoco importa a estas alturas. Es poco probable que el auto cumpla su objetivo (y no me estoy refiriendo al transporte), así que la inversión de la señora en realidad no tiene sentido. Ojalá que lea esto y que sepa que no hay moneda para lo que quiere comprar. Y que me regale un Porsche como agradecimiento por habérselo dicho.

Las vueltas que da la vida

Cada cierto tiempo me río con Katia de cómo nos ha cambiado la vida. Empezamos casi como jugando hace tres años y ahora estamos embobados con Alessia, que ya tiene poco más de mes y medio. Incluso hace algunas noches le pregunté "Katia, ¿tú te acuerdas de qué conversábamos antes de tener a la bebe?". Hubo un par de segundos de silencio y luego me dijo simplemente "no... ¿Verdad, no? ah, de nosotros" y quedó allí la cosa, en una respuesta tan general que en realidad fue casi como un "no, simplemente no me acuerdo".

Y no es que lo que hayamos vivido antes no haya tenido importancia. Es que uno se deja absorber tanto por la trascendencia de las cosas que vive en el momento, que lo anterior queda relegado incluso en la memoria. Claro que me acuerdo -ahora recién, lo confieso- que nos íbamos al cine, a la casa de mis papás, a su casa, a una reunión, a comer a algún lado (normalmente a Vlady's, un restaurante/pastelería sencillo pero bueno)... en fin, una vida de pareja normal. Veíamos una vida en común, y con un hijo o hija, como algo lejano, como algo etéreo. Pero así es la vida: de un sopapo te estrella contra la realidad y de pronto uno se ve haciendo cosas que nunca hacía. Ahora me río y me parece raro cuando me acuerdo haber estado conversando con Katia, cuando recién comenzamos, y haber estado de acuerdo en que si llegábamos a algo mucho más serio, no tendríamos hijos sino que nos dedicaríamos a viajar por el mundo. Ahora hay que mirarnos, felices con una hija hermosa. Y no cambiaría nada en mi vida.

Conclusión: Uno no siempre sabe lo que quiere. Y si cree saberlo, no siempre es realmente lo mejor. Y si uno cree que de verdad es lo mejor, se da con la sorpresa que la única verdad es que uno no sabe nada de la vida, sin importar la experiencia previa.

Y menos mal que es así.
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