Ho-ho-ho-la

Ayer en la noche, luego de llegar a casa y saludar a Katia y a Alessia, me senté con ellas a ver televisión, mientras conversábamos de lo que había pasado en el día. Recuerdo que Katia estaba contándome algunos problemas que tuvo con la casera -que quería pulir y pintar el lado externo de la pared del cuarto de Alessia, afectado por una construcción contigua por salpicaduras de cemento- cuando me di cuenta que en algún canal de cable estaban transmitiendo Virgen a los 40, una comedia acerca de un tipo que a pesar de su edad, nada de nada. Y me acordé de cómo pasé cierta etapa de mi vida hace ya algunos años.

No, no es que aún siga siendo virgen (o casto, como creo que se dice para los hombres - Alessia es la mejor prueba) ni que recién hace poco me hayan estrenado. Fue la reacción total de timidez del personaje de Steve Carell ante algunas mujeres la que me hizo sonreir.

Debo empezar diciendo que soy el primero de tres hermanos, todos hombres. Por tanto, me acostumbré desde chico a que la única mujer de la casa fuera mi madre. Pero las cosas no acabaron allí: a mediados de primaria, entré a un colegio religioso regido por Jesuitas (la orden que mejor me cae dentro de la Iglesia Católica, digan lo que digan de ellos). El colegio era solamente para hombres, así que mi trato con mujeres contemporáneas a mí siguió siendo limitado.

Para remate, además de ser el mayor de mis hermanos soy el segundo mayor de todos mis primos por parte de madre (y el mayor por parte de padre, pero esos ni los cuento porque todos viven literalmente a mil kilómetros de aquí). Por tanto, las únicas mujeres con las que trataba eran infantes. Y en eso, cuando menos lo esperaba, llegó la secundaria. Y con la secundaria, las primeras fiestas. Y con las fiestas... las mujeres.

Recuerdo que la primera vez que fui a una fiesta tenía algo de 13 ó 14 años. Vestido con un jean negro y una casaca, conversaba con mis amigos en un lado de la sala, mientras miraba de reojo a las chicas. Algunos de mis amigos estaban bailando, y Carlos -uno de mis mejores amigos de secundaria- me dijo "oe, saca a bailar a alguna, pues".

Qué me queda sino confesar: no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo, y encima estaba presionado por amigos, lo que para un adolescente es el equivalente a un tanque. Después de ver cómo se hacía y sobreponiéndome al sudor en las manos, me acerqué a una chica cuyo rostro, desgraciadamente, no recuerdo -era una fiesta en una casa, y estaba de moda la cortadora de luz y las luces de colores- y le extendí la mano gritándole si quería bailar. Gracias a Dios, aceptó.

No fui Travolta ni mucho menos. Era mi primer baile, el que todos hemos hecho de pequeños, moviendo los pies y juntándolos en cada lado. Cuando terminó le agradecí, y creo que ella estaba algo nerviosa también, porque me devolvió el agradecimiento y me sonrió. Después de media hora, volví a bailar con ella, ya un poco más canchero, y poco después me fui sin despedirme.

Transcurrieron un par de años en los que fue inevitable ta-ta-tartamudear cu-cu-cuando una chi-chica se acerca-acercaba, mientras que las manos seguían delatándome con un sudor nervioso (por suerte nadie se dio cuenta: no me atreví nunca a estrechar las manos de una mujer en todo ese período). Con el inevitable crecimiento del círculo social, el número de mujeres con el que tenía contacto creció y mi trato se normalizó. Sólo me volvía a poner así cuando quería invitar a alguien a salir, que era un momento en el que la sensación de sacar a bailar regresaba y multiplicada por diez. Sí, con Katia pasó lo mismo desde que la invité a salir por primera vez a los 19 años, aunque recién aceptó 12 años después, luego que la invité nuevamente después de dejar de vernos durante muchos años.

Pero é-ésa es o-o-otra histo-to-toria que co-co-contaré después. Mo-moraleja: si tus hijos son del mismo sexo, inscríbelos en un colegio mixto.




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