Las aventuras del estómago

Yo llamaría al baño más bien incubadora de ideas. Sé que no soy el primero al que se le ha ocurrido la solución a un problema mientras miraba al techo sentado en el trono, y es cierto que a otros les sirve para reflexionar y recordar las cosas del día. Es por eso que hay ideas que son una mierda, y hay ideas que resultan brillantes luego de limpiarles la mugre de encima.

Hay tantos usos del baño como personas en este mundo, así que su importancia no ha sido en realidad puesta en un lugar apropiado. Sin embargo, lo cierto es que una sola de sus posibilidades de uso es la que provoca que uno tenga que ir corriendo, y no es precisamente pensar en la chamba (nadie busca con desesperación un baño para meditar sobre por qué no le cuadra el balance). Sí señores, ya saben a qué me refiero, así que no necesito hacerlo explícito.

Hoy recordé una de esas situaciones. En realidad he vivido varias, pero hay una que recuerdo con especial humor y tensión (porque cuando uno las recuerda se ríe, pero mientras se vive el momento no hay peor cosa en el mundo que no tener baño cerca o estar imposibilitado de usarlo). Fue hace años, debe haber sido 1992 ó 1993. En esa época, yo estaba estudiando en la universidad, y tenía clases a las siete de la mañana. Eso implicaba que me tuviera que levantar a más tardar cinco y treinta, para que luego de ducharme y cambiarme, tomara el primero de los dos buses que me dejarían allá. Esa mañana, luego de levantarme y tomar una ducha, sentí un pequeño salto del estómago y decidí no hacerle caso. Es el gran error que cometemos muchos, pues las urgencias pocas veces aparecen de la nada; casi siempre advierten con anticipación: "oye, Gianmarco, mejor ve al baño" "no hombre, estoy apurado" "hazme caso" "relájate, no molestes" "bueeeno, allá tú, conste".

Bajé y tomé desayuno, que era leche y pan con algo de mantequilla o jamón. Subí nuevamente, me lavé, cogí mis cosas y salí caminando rumbo al paradero del bus, que estaba a cuatro cuadras de mi casa. Llegué y me quedé parado esperando. No sentí físicamente nada, pero tenía la sensación de tener la mirada inquisidora de mis intestinos mirándome con los ojos entrecerrados y de costado. Cinco minutos después, llegó el bus.

La ruta era fácil y rutinaria. Tenía que seguir en ese bus unos 15 minutos (cuando no había tráfico) recorriendo Tomás Marsano y Aviación hasta llegar a Javier Prado. Allí me bajaba y tomaba otro bus que luego de unos 10 minutos más me dejaría en la universidad. Luego que el bus partió y yo me sentara, todo transcurrió tranquilo hasta que llegamos al óvalo donde el bus cambiaba de avenida y entraba a Aviación. Fue entonces cuando comenzó la tortura.

Sentí una punzada. No voy a explicar cómo, ya todos lo saben (y si no lo saben, no pregunten. Sólo deben saber que tienen mucha suerte). Como era ligera, pensé "pucha, bueno, me aguanto hasta que llegue". Inmediatamente me di cuenta que no tenía papel higiénico. No importaba, en la universidad había.

Tres cuadras más adelante, y como quien te toca el hombro más fuerte porque no le haces caso, hubo otra punzada. Recuerdo que me reacomodé en el asiento. Bueno, reacomodarme es un decir, porque la incomodidad era absoluta. "Ya, ya falta poco" pensé, aunque en realidad estaba a mitad de camino del primer bus. Tal vez era alguna estrategia de autoconvencimiento, ahora que lo pienso. Esta es la etapa en la que uno empieza a respirar un poco más profundo, a ver si se le pasa. A veces, dependiendo de en dónde se está, uno abre la ventana más cercana; ese fue mi caso.

La sensación bajó un poco y pude suspirar de alivio y volver a ver el paisaje urbano durante un rato. De por sí no era muy simpático, pues la sección de Aviación por la que pasaba estaba lleno de bares, karaokes, restaurantes y tragamonedas. Cualquiera que haya pasado por una zona así a las seis y treinta de la mañana, cuando todavía no llegan los barrenderos, sabe que el aspecto de la calle no es el mejor.

Faltando sólo cuatro cuadras para llegar a Javier Prado y tomar el segundo bus, ocurrió la catástrofe. Dios, la sensación era horrible, había pasado de las punzadas a sentir que no daba más, que los presos estaban al borde de una fuga, que el muro de contención estaba a punto de romperse. Sudé frío como nunca lo había hecho y no quiero volver a hacerlo y sentí que estaba a punto de volverme el centro de las miradas de la gente que estaba en el bus. Me paré desesperado e hice detenerse al bus a mitad de cuadra: tenía que encontrar un baño como sea.

Es cierto que cuando me paré en el bus, caminé y descendí, la sensación bajó un poco. Incluso pensé que había desaparecido, pero no tardó en regresar. Empecé a mirar a mi alrededor y supe que mi situación era pésima: no eran aún las siete, no habían sitios abiertos, nadie que me pudiera prestar un baño. Empecé a caminar desesperado, como quien está perdido en un lugar, mirando alrededor. Ya no daba más.

El Señor debió haberse apiadado de mí luego de haberse carcajeado un rato, porque luego de avanzar dos cuadras con las piernas casi rectas por estar conteniéndome, ví una puerta abierta. Era un barcito de mala muerte que estaban terminando de limpiar luego de la juerga de la noche anterior. Me acerqué desesperado (mentiría si dijera que corrí, no podía) y pregunté si me podían prestar el baño. "Sí, pase" me dijo una señora que estaba con un trapeador y con un balde. Empecé a caminar ya a punto de reventar, y me dijo "son cincuenta céntimos".

¡Puta madre! ¡yo a punto de hacerme en los pantalones y la tía pidiéndome una moneda! hurgué en el bolsillo buscándola mientras juntaba las rodillas; la encontré y se la di. Ya me sentía pálido. Retomo de nuevo la caminada hacia el baño, y me dice "un momentito, su papel". Carajo, bueno, necesitaba el papel, que al parecer venía incluido en el alquiler. Me dio una tira que sería más o menos dos veces el largo de mi brazo, que de sólo verlo supe que sería insuficiente. No quise pedir más porque Alien estaba a punto de salir y no precisamente por el pecho, así que llegué a la puertita negra que era la entrada del diminuto baño y pasé.

No voy a hacerla larga contándoles las condiciones en las que estaba el baño, los malabares que hice para no sentarme y cómo administré tan eficientemente la tira de papel que fue suficiente, ni más ni menos. En ese momento, ese ambiente de poco más de dos metros cuadrados era el paraíso. Sólo me queda decir que finalmente salí y luego de agradecer a la señora, retomé mi ruta con una sonrisa de satisfacción tal que casi hacía que me pudiera morder las orejas.

Adivinen dónde me acordé de todo esto. Me voy, la batería está casi en cero y no hay tomacorrientes cerca a la incubadora de ideas.

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